Multan a 91 menores y los padres de algunos de ellos piden que, además de la multa, sus hijos tengan que realizar algún tipo de trabajo social (Fuente: El Mundo).
La noticia, sin duda, está en que sean los propios padres,
que ya han pagado la multa, quienes piden que sus hijos tengan que responsabilizarse.
¿Los padres deben hacer algo así? ¿es su obligación? ¿es un castigo o es
educación?
Como siempre, veamos qué dice la ley.
Ante todo, hay saber que la patria potestad es legalmente (art.154 CC) una “responsabilidad parental” que debe ejercerse “siempre en
interés de los hijos” y que comprende el “deber de educarlos y
procurarles una formación integral”. Debemos tener presente en todo momento
que deben ser educados siempre EN SU INTERÉS.
El concepto de “interés
superior del menor” es
la pieza clave de la Ley Orgánica de Protección Jurídica del Menor (LPJM) y al
mismo me referiré finalmente. El objeto de este artículo es complementar el
publicado anteriormente sobre “Menores y delincuencia”, al hablar de que, en el
caso de los menores de 14 años que cometen un delito, la ley establece (art. 3LORPM) que se remitan los “particulares necesarios” a la autoridad
protectora de menores para la aplicación de la LPJM.
Nos centramos, por ello, en los deberes de los menores (art. 9 bis y siguientes LPJM), hablaremos sucintamente los
centros de protección (art. 25 LPJM) y terminaremos, como decía, con el concepto
de “interés superior del menor”.
En el ámbito social (art. 9 quinquies LPJM) los menores tienen el deber de “respetar a las personas con las que se relacionan y al entorno en el que se desenvuelven”. De donde se derivan los deberes de:
a) Respetar la dignidad, integridad e intimidad de todas las personas con las que se relacionan.
El problema aparece cuando no se cumplen esos deberes. Ha desaparecido la antigua facultad de los padres para con los hijos de “de corregirlos y castigarlos moderadamente”. Hoy lo que la ley dice (art.154 CC) es que “los progenitores podrán, en el ejercicio de su función, recabar el auxilio de la autoridad”. No en vano la LPJM (art. 9 bis.2) establece como función propia de los poderes públicos “la realización de acciones dirigidas a fomentar el conocimiento y cumplimiento de los deberes y responsabilidades de los menores”.
Algo hay que hacer cuando un menor presenta conductas
disruptivas recurrentes y trasgresoras de las normas y de los derechos de los
demás. Surge entonces la idea de los centros de menores, que la LPJM prevé
(art. 25.1). La ley exige que estén “sometidos a estándares internacionales
y a control de calidad” pero también que los menores acudan allí cuando “así
esté justificado por sus necesidades de protección y determinado por una
valoración psicosocial especializada”.
Estos centros tienen la “finalidad proporcionar al menor
un marco adecuado para su educación, la normalización de su conducta, su
reintegración familiar cuando sea posible, y el libre y armónico desarrollo de
su personalidad, en un contexto estructurado y con programas específicos en el
marco de un proyecto educativo. Así pues, el ingreso del menor en estos centros
y las medidas de seguridad que se apliquen en el mismo se utilizarán como
último recurso y tendrán siempre carácter educativo” (art. 25.2).
Hablamos, una y otra vez, de EDUCACIÓN, no de mero castigo. El objetivo es, en una terminología clásica, lograr ciudadanos de bien, por ello se debe actuar siempre, como dije al principio, atendiendo al “interés superior del menor”. Para la interpretación y aplicación de este concepto la LPJM (art. 2.2) establece varios criterios generales:
a) La protección del derecho a la vida, supervivencia y desarrollo del menor y la satisfacción de sus necesidades, tanto materiales, físicas y educativas como emocionales y afectivas.
b) La consideración de los deseos, sentimientos y opiniones del menor, así como su derecho a participar progresivamente, en función de su edad, madurez, desarrollo y evolución personal, en el proceso de determinación de su interés superior.
c) La conveniencia de que su vida y desarrollo tenga lugar en un entorno familiar adecuado y libre de violencia.
d) La preservación de la identidad, cultura, religión, convicciones, orientación e identidad sexual o idioma del menor, así como la no discriminación, garantizando el desarrollo armónico de su personalidad.
Como le gusta repetir
al filósofo José Antonio Marina, la educación es tarea “de toda la tribu”. Bien
puede ser este el norte que sirva para orientarnos en el laberinto que suele
suponer una normativa legal, normalmente abstrusa.