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10 diciembre 2020

Educación especial, educación inclusiva

 

La ONU (Comité de Derechos de las Personas con Discapacidad) concluye que España violó los derechos a una educación inclusiva y a no ser discriminado de un joven con síndrome de Down que fue obligado, en contra del criterio de su familia, a abandonar la escuela pública ordinaria en la que estudiaba y a matricularse en un centro de educación especial (Fuente: El País).

La madre de otro niño, también con síndrome de Down, cree que su hijo es feliz en la escuela especial porque la educación ordinaria carece de recursos para adaptarse a los alumnos con discapacidad. Sobre los cambios que quieren hacerse con la nueva ley de educación cree que “el Gobierno ha comprado los muebles antes de construir la casa, antes de pensar en el trasvase de niños de la ordinaria a la especial hay que invertir en la primera y que esté a la altura”. (Fuente: El País).

Son dos noticias que pueden ejemplificar el debate sobre la educación especial que ha motivado la “Ley Celaá”, todavía en tramitación parlamentaria. Pueden parecer noticias contradictorias, ¿pero realmente lo son? ¿deben los centros ordinarios acoger a los alumnos con discapacidad? ¿o deben escolarizarse en centros de educación especial?

Como siempre, vamos a intentar encontrar respuestas en la ley.

Antes de continuar, una aclaración que me parece importante: la vigente LOE dice claramente (art. 74.1) que

La escolarización de este alumnado en unidades o centros de educación especial (…) sólo se llevará a cabo cuando sus necesidades no puedan ser atendidas en el marco de las medidas de atención a la diversidad de los centros ordinarios.

Este precepto está vigente desde que la LOE entró en vigor en 2006 y no va a ser objeto de modificación en la controvertida “Ley Celaá” o LOMLOE (que de las dos maneras la conocemos la reforma), que, como digo, actualmente todavía continúa en tramitación. La controversia se ha suscitado porque se ha introducido (D.A. 4ª LOMLOE) la siguiente previsión:

El Gobierno, en colaboración con las Administraciones educativas, desarrollará un plan para que, en el plazo de diez años (…) los centros ordinarios cuenten con los recursos necesarios para poder atender en las mejores condiciones al alumnado con discapacidad. Las Administraciones educativas continuarán prestando el apoyo necesario a los centros de educación especial para que estos, además de escolarizar a los alumnos y alumnas que requieran una atención muy especializada, desempeñen la función de centros de referencia y apoyo para los centros ordinarios.

No deja de resultar paradójico que se establezca ahora un horizonte a diez años vista, cuando han pasado ya trece años desde que España ratificara en 2007 la Convención de Nueva York sobre los derechos de las personas con discapacidad y, otros siete desde que, para garantizar los derechos previstos en la Convención, se promulgase la Ley General de Derechos de las Personas con Discapacidad y de su Inclusión Social. En esta ley, de 2013, ya se dispuso (art. 18.3) que

La escolarización de este alumnado en centros de educación especial o unidades sustitutorias de los mismos sólo se llevará a cabo cuando excepcionalmente sus necesidades no puedan ser atendidas en el marco de las medidas de atención a la diversidad de los centros ordinarios y tomando en consideración la opinión de los padres o tutores legales.

Mucho se tarda en dar cumplimiento a las obligaciones que el Estado tiene con sus ciudadanos, sobre todo si tenemos en cuenta que nuestra Constitución data de 1978 y ya entonces estableció solemnemente (art. 9.2) que

Corresponde a los poderes públicos promover las condiciones para que la libertad y la igualdad del individuo y de los grupos en que se integra sean reales y efectivas; remover los obstáculos que impidan o dificulten su plenitud y facilitar la participación de todos los ciudadanos en la vida política, económica, cultural y social.

Con estos precedentes, parece razonable el escepticismo con que se está acogiendo socialmente la previsión de que se vayan a dotar de los recursos necesarios a los centros educativos, tanto ordinarios como especiales, y que crezca la preocupación sobre si toda persona con discapacidad será adecuadamente atendida. Recordemos, que el propósito, como nos dice la Convención de Nueva York (art. 1), “es promover, proteger y asegurar el goce pleno y en condiciones de igualdad de todos los derechos humanos y libertades fundamentales por todas las personas con discapacidad, y promover el respeto de su dignidad inherente”.

Entender que sean necesarios plazos y más plazos para aplicar normas para salvaguardar la dignidad de las personas es algo que, al menos para mí, resulta verdaderamente abstruso. Esperemos, al menos, poder orientarnos de algún modo en este laberinto legal.

22 noviembre 2020

La educación de los menores y su responsabilidad

 Multan a 91 menores y los padres de algunos de ellos piden que, además de la multa, sus hijos tengan que realizar algún tipo de trabajo social (Fuente: El Mundo).

La noticia, sin duda, está en que sean los propios padres, que ya han pagado la multa, quienes piden que sus hijos tengan que responsabilizarse. ¿Los padres deben hacer algo así? ¿es su obligación? ¿es un castigo o es educación?

Como siempre, veamos qué dice la ley.

Ante todo, hay saber que la patria potestad es legalmente (art.154 CC) una “responsabilidad parental” que debe ejercerse “siempre en interés de los hijos” y que comprende el “deber de educarlos y procurarles una formación integral”. Debemos tener presente en todo momento que deben ser educados siempre EN SU INTERÉS.

El concepto de interés superior del menor es la pieza clave de la Ley Orgánica de Protección Jurídica del Menor (LPJM) y al mismo me referiré finalmente. El objeto de este artículo es complementar el publicado anteriormente sobre “Menores y delincuencia”, al hablar de que, en el caso de los menores de 14 años que cometen un delito, la ley establece (art. 3LORPM) que se remitan los “particulares necesarios” a la autoridad protectora de menores para la aplicación de la LPJM.

Nos centramos, por ello, en los deberes de los menores (art. 9 bis y siguientes LPJM), hablaremos sucintamente los centros de protección (art. 25 LPJM) y terminaremos, como decía, con el concepto de “interés superior del menor”.

En el ámbito social (art. 9 quinquies LPJM) los menores tienen el deber de “respetar a las personas con las que se relacionan y al entorno en el que se desenvuelven”. De donde se derivan los deberes de:

a) Respetar la dignidad, integridad e intimidad de todas las personas con las que se relacionan.

 b) Respetar las leyes y normas que les sean aplicables y los derechos y libertades fundamentales de las otras personas, así como asumir una actitud responsable y constructiva en la sociedad.

 c) Conservar y hacer un buen uso de los recursos e instalaciones y equipamientos públicos o privados.

 d) Respetar y conocer el medio ambiente y los animales, y colaborar en su conservación.

El problema aparece cuando no se cumplen esos deberes. Ha desaparecido la antigua facultad de los padres para con los hijos de “de corregirlos y castigarlos moderadamente”. Hoy lo que la ley dice (art.154 CC) es que “los progenitores podrán, en el ejercicio de su función, recabar el auxilio de la autoridad”. No en vano la LPJM (art. 9 bis.2) establece como función propia de los poderes públicos “la realización de acciones dirigidas a fomentar el conocimiento y cumplimiento de los deberes y responsabilidades de los menores”.

Algo hay que hacer cuando un menor presenta conductas disruptivas recurrentes y trasgresoras de las normas y de los derechos de los demás. Surge entonces la idea de los centros de menores, que la LPJM prevé (art. 25.1). La ley exige que estén “sometidos a estándares internacionales y a control de calidad” pero también que los menores acudan allí cuando “así esté justificado por sus necesidades de protección y determinado por una valoración psicosocial especializada”.

Estos centros tienen la “finalidad proporcionar al menor un marco adecuado para su educación, la normalización de su conducta, su reintegración familiar cuando sea posible, y el libre y armónico desarrollo de su personalidad, en un contexto estructurado y con programas específicos en el marco de un proyecto educativo. Así pues, el ingreso del menor en estos centros y las medidas de seguridad que se apliquen en el mismo se utilizarán como último recurso y tendrán siempre carácter educativo” (art. 25.2).

Hablamos, una y otra vez, de EDUCACIÓN, no de mero castigo. El objetivo es, en una terminología clásica, lograr ciudadanos de bien, por ello se debe actuar siempre, como dije al principio, atendiendo al “interés superior del menor”. Para la interpretación y aplicación de este concepto la LPJM (art. 2.2) establece varios criterios generales:

a) La protección del derecho a la vida, supervivencia y desarrollo del menor y la satisfacción de sus necesidades, tanto materiales, físicas y educativas como emocionales y afectivas.

b) La consideración de los deseos, sentimientos y opiniones del menor, así como su derecho a participar progresivamente, en función de su edad, madurez, desarrollo y evolución personal, en el proceso de determinación de su interés superior.

c) La conveniencia de que su vida y desarrollo tenga lugar en un entorno familiar adecuado y libre de violencia.

d) La preservación de la identidad, cultura, religión, convicciones, orientación e identidad sexual o idioma del menor, así como la no discriminación, garantizando el desarrollo armónico de su personalidad.

Como le gusta repetir al filósofo José Antonio Marina, la educación es tarea “de toda la tribu”. Bien puede ser este el norte que sirva para orientarnos en el laberinto que suele suponer una normativa legal, normalmente abstrusa.

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