La ONU (Comité de Derechos de las Personas con
Discapacidad) concluye que España violó los derechos a una educación inclusiva
y a no ser discriminado de un joven con síndrome de Down que fue
obligado, en contra del criterio de su familia, a abandonar la escuela pública
ordinaria en la que estudiaba y a matricularse en un centro de educación
especial (Fuente: El
País).
La madre de otro niño, también con síndrome de Down, cree
que su hijo es feliz en la escuela especial porque la educación ordinaria
carece de recursos para adaptarse a los alumnos con discapacidad. Sobre los
cambios que quieren hacerse con la nueva ley de educación cree que “el
Gobierno ha comprado los muebles antes de construir la casa, antes de pensar en
el trasvase de niños de la ordinaria a la especial hay que invertir en la
primera y que esté a la altura”. (Fuente: El
País).
Son dos noticias que pueden ejemplificar el debate sobre la
educación especial que ha motivado la “Ley
Celaá”, todavía en tramitación parlamentaria. Pueden parecer noticias
contradictorias, ¿pero realmente lo son? ¿deben los centros ordinarios acoger a
los alumnos con discapacidad? ¿o deben escolarizarse en centros de educación
especial?
Como siempre, vamos a intentar encontrar respuestas en la
ley.
Antes de continuar, una aclaración que me parece importante:
la vigente LOE dice claramente (art.
74.1) que
La escolarización de este alumnado en unidades o centros de educación especial (…) sólo se llevará a cabo cuando sus necesidades no puedan ser atendidas en el marco de las medidas de atención a la diversidad de los centros ordinarios.
Este precepto está vigente desde que la LOE entró en vigor en 2006
y no va a ser objeto de modificación en la controvertida “Ley
Celaá” o LOMLOE (que de las dos maneras la conocemos la reforma), que, como
digo, actualmente todavía continúa en tramitación. La controversia se ha
suscitado porque se ha introducido (D.A. 4ª LOMLOE) la siguiente previsión:
El Gobierno, en colaboración con las Administraciones educativas, desarrollará un plan para que, en el plazo de diez años (…) los centros ordinarios cuenten con los recursos necesarios para poder atender en las mejores condiciones al alumnado con discapacidad. Las Administraciones educativas continuarán prestando el apoyo necesario a los centros de educación especial para que estos, además de escolarizar a los alumnos y alumnas que requieran una atención muy especializada, desempeñen la función de centros de referencia y apoyo para los centros ordinarios.
No deja de resultar paradójico que se establezca ahora un horizonte
a diez años vista, cuando han pasado ya trece años desde que España ratificara
en 2007 la Convención
de Nueva York sobre los derechos de las personas con discapacidad y, otros
siete desde que, para garantizar los derechos previstos en la Convención, se
promulgase la Ley
General de Derechos de las Personas con Discapacidad y de su Inclusión Social.
En esta ley, de 2013, ya se dispuso (art.
18.3) que
La escolarización de este alumnado en centros de educación especial o unidades sustitutorias de los mismos sólo se llevará a cabo cuando excepcionalmente sus necesidades no puedan ser atendidas en el marco de las medidas de atención a la diversidad de los centros ordinarios y tomando en consideración la opinión de los padres o tutores legales.
Mucho se tarda en dar cumplimiento a las obligaciones que el
Estado tiene con sus ciudadanos, sobre todo si tenemos en cuenta que nuestra Constitución
data de 1978 y ya entonces estableció solemnemente (art.
9.2) que
Corresponde a los poderes públicos promover las condiciones para que la libertad y la igualdad del individuo y de los grupos en que se integra sean reales y efectivas; remover los obstáculos que impidan o dificulten su plenitud y facilitar la participación de todos los ciudadanos en la vida política, económica, cultural y social.
Con estos precedentes, parece razonable el escepticismo con
que se está acogiendo socialmente la previsión de que se vayan a dotar de los
recursos necesarios a los centros educativos, tanto ordinarios como especiales,
y que crezca la preocupación sobre si toda persona con discapacidad será
adecuadamente atendida. Recordemos, que el propósito, como nos dice la
Convención de Nueva York (art.
1), “es promover, proteger y asegurar el goce pleno y en condiciones de
igualdad de todos los derechos humanos y libertades fundamentales por todas las
personas con discapacidad, y promover el respeto de su dignidad inherente”.
Entender que sean necesarios plazos y más plazos para
aplicar normas para salvaguardar la dignidad de las personas es algo que, al
menos para mí, resulta verdaderamente abstruso. Esperemos, al
menos, poder orientarnos de algún modo en este laberinto legal.