25 noviembre 2020

Agresión contra una mujer (transexual en este caso)

 

Una mujer transexual de 19 años denuncia una agresión. Dice que le llamaron “engendro” y “puto travelo” y le propinaron patadas y puñetazos (Fuente: El Mundo).

Parece claro que se trata de una agresión machista, un caso claro de violencia contra la mujer y, obviamente, tránsfobo. Pero ¿se aplica la Ley Integral contra la Violencia de Género? ¿Corresponde enjuiciarlo a los juzgados de violencia contra la mujer? ¿Puede calificarse como violencia de género? ¿Tiene alguna incidencia que la víctima fuese transexual?

Veamos qué respuestas nos da la ley.

La noticia habla de “patadas y puñetazos”, de modo que está claro que estamos ante un delito de lesiones (art. 147 y ss. CP). No parece que esto ofrezca dudas. Existe un delito. Del mismo modo está claro que se trata de una agresión a una mujer, por el hecho de serlo, especialmente por ser mujer transexual. Estas circunstancias específicas son las que legalmente vamos a examinar, ya que dan lugar a una peculiar calificación penal.

Conviene aclarar, a priori, que, a pesar de su denominación, los juzgados de violencia sobre la mujer no enjuician todas las agresiones que se producen contra cualquier mujer. Estos juzgados fueron creados por la Ley Integral contra la Violencia de Género (LIVG), estableciendo el ámbito de competencia de estos juzgados (art. 44 LIVG)[1] para conocer de los

(…) delito(s) cometido(s) con violencia o intimidación, siempre que se hubiesen cometido contra quien sea o haya sido su esposa, o mujer que esté o haya estado ligada al autor por análoga relación de afectividad, aun sin convivencia (…)

Como vemos, lo que se requiere específicamente es que el agresor sea o haya sido cónyuge de la víctima o haya estado unido a ella por una relación de afectividad análoga y que la víctima sea una mujer.

En el caso de la joven trans agredida, la noticia no nos dice que la agresión se haya producido ni por su cónyuge ni por alguien que sea o haya sido su pareja, de modo que tampoco se dan los requisitos para que el asunto sea de la competencia de juzgados de violencia sobre la mujer.

Sí quiero insistir en que la causa no es la transexualidad de la víctima, sino por la circunstancia de que quien agrede no es ni su cónyuge ni su pareja o expareja. Hubiese sido igual en el caso de que la víctima fuese mujer cis.

Pero el que no sea competencia de los juzgados de violencia sobre la mujer, de ningún modo implica que se trate de una agresión menor, todo lo contrario, como vamos a ver se trata de un delito con agravantes (art. 22 CP). Incluso pudiera pensarse que se trata de una agresión sexual (art. 178 CP) o de un específico “delito de odio” (art. 510 CP). Merece la pena pararnos a considerarlo.

Expresamente, se considera una circunstancia agravante (art.22.4º CP) que cualquier delito se cometa por motivos de “sexo, orientación o identidad sexual” de la víctima. Esto mismo es lo que ocurre en el caso de la noticia: se agrede a la joven es porque es transexual. La transexualidad de la víctima es lo que motiva la agresión y, por tanto, es la causa de que el delito sea más grave.

Esta misma agravante sería aplicable igualmente si se produce un delito contra una persona por ser homosexual y puede darse también contra personas cisgénero. Pensemos en el caso de una agresión que se hubiera producido por el solo hecho de ser mujer (un claro delito machista); también podría ocurrir solo por ser hombre, pongamos que se diera el caso -por ejemplo- de un(a) agresor(a) “feminista radical” (yo más bien diría “hembrista”) que agrede a un varón solo por el hecho de que es hombre.

En el caso de la noticia, además del género o condición sexual de la víctima, hay algo característico que permitiría aplicar un delito especial: se agrede contra la libertad sexual. Más que porque la víctima sea transgénero, la agresión se produce porque manifiesta libremente su identidad sexual (no se le hubiera agredido si, pese a ser mujer transexual, se hubiese comportado en público como un hombre), de modo que eventualmente cabría considerar que estamos contra una agresión sexual (art. 178 CP), que está tipificando conductas que atentan, literalmente, "contra la libertad sexual de otra persona, utilizando violencia o intimidación".

No obstante y pese a la connotación sexual de la agresión que comentamos, el delito de agresión sexual parece concebido para los casos en que a la víctima (o “víctimo” si se me permite una broma en un tema verdaderamente serio) se le obliga a mantener algún tipo de relaciones sexuales que no impliquen violación u otro delito sexual.

Por ello, quizás en este caso más que ante una agresión sexual, estaríamos ante un delito de lesiones con agravante por razón de sexo o identidad sexual, aunque pudiéramos pensar en otro delito específico, ya que el CP también castiga (art. 510.2, a) a quienes

(…) lesionen la dignidad de las personas mediante acciones que entrañen humillación, menosprecio o descrédito (…) por razón de (…) su sexo, orientación o identidad sexual, por razones de género (…)

Se trataría uno de los llamados delitos de odio. En este caso lesionando la dignidad de una persona mediante una acción humillante por razón de su identidad sexual. Este tipo de delitos, más que para agresiones físicas, parecen configurados para el caso de que de forma pública se menosprecie a alguien, lesionando su dignidad. Desde luego, en el caso de la noticia que comentamos, los hechos ocurren en la calle y da la sensación de que con intenciones “aleccionadoras” o “ejemplarizantes”, por lo que, además de lesiones por los daños físicos, quizás pudiera considerarse también este delito. Obviamente, es algo que debe ser considerado y dirimido en vía judicial.

No quiero terminar sin insistir -una vez más- en que se trata de un delito que puede cometerse frente a víctimas cisgénero. Puede humillarse a un hombre por realizar determinada actividad (no olvidemos aquello de “maricón” cuando un varón realiza alguna actividad que el agresor(a) considera “propia de mujeres”), lo mismo que ocurre cuando la víctima de la humillación es una mujer a quien se menosprecia por cualquier cosa que se considere “indigna” o “impropia de mujeres” por parte de quien agrede.

Como vemos, existen multitud de consideraciones bastante necesitadas de mayor claridad y, por tanto, abstrusas, de modo que, una vez más, tendremos que conformarnos con intentar orientarnos en el laberinto legal.



[1] Los juzgados de violencia sobre la mujer también tienen competencia en el caso de delitos que no son agresión, incluso sobre cuestiones civiles. Las víctimas también pueden ser descendientes o menores. Lo que siempre se requiere es que se “haya producido un acto de violencia de género”. En este artículo solamente se trata del caso de agresión contra la mujer.

22 noviembre 2020

La educación de los menores y su responsabilidad

 Multan a 91 menores y los padres de algunos de ellos piden que, además de la multa, sus hijos tengan que realizar algún tipo de trabajo social (Fuente: El Mundo).

La noticia, sin duda, está en que sean los propios padres, que ya han pagado la multa, quienes piden que sus hijos tengan que responsabilizarse. ¿Los padres deben hacer algo así? ¿es su obligación? ¿es un castigo o es educación?

Como siempre, veamos qué dice la ley.

Ante todo, hay saber que la patria potestad es legalmente (art.154 CC) una “responsabilidad parental” que debe ejercerse “siempre en interés de los hijos” y que comprende el “deber de educarlos y procurarles una formación integral”. Debemos tener presente en todo momento que deben ser educados siempre EN SU INTERÉS.

El concepto de interés superior del menor es la pieza clave de la Ley Orgánica de Protección Jurídica del Menor (LPJM) y al mismo me referiré finalmente. El objeto de este artículo es complementar el publicado anteriormente sobre “Menores y delincuencia”, al hablar de que, en el caso de los menores de 14 años que cometen un delito, la ley establece (art. 3LORPM) que se remitan los “particulares necesarios” a la autoridad protectora de menores para la aplicación de la LPJM.

Nos centramos, por ello, en los deberes de los menores (art. 9 bis y siguientes LPJM), hablaremos sucintamente los centros de protección (art. 25 LPJM) y terminaremos, como decía, con el concepto de “interés superior del menor”.

En el ámbito social (art. 9 quinquies LPJM) los menores tienen el deber de “respetar a las personas con las que se relacionan y al entorno en el que se desenvuelven”. De donde se derivan los deberes de:

a) Respetar la dignidad, integridad e intimidad de todas las personas con las que se relacionan.

 b) Respetar las leyes y normas que les sean aplicables y los derechos y libertades fundamentales de las otras personas, así como asumir una actitud responsable y constructiva en la sociedad.

 c) Conservar y hacer un buen uso de los recursos e instalaciones y equipamientos públicos o privados.

 d) Respetar y conocer el medio ambiente y los animales, y colaborar en su conservación.

El problema aparece cuando no se cumplen esos deberes. Ha desaparecido la antigua facultad de los padres para con los hijos de “de corregirlos y castigarlos moderadamente”. Hoy lo que la ley dice (art.154 CC) es que “los progenitores podrán, en el ejercicio de su función, recabar el auxilio de la autoridad”. No en vano la LPJM (art. 9 bis.2) establece como función propia de los poderes públicos “la realización de acciones dirigidas a fomentar el conocimiento y cumplimiento de los deberes y responsabilidades de los menores”.

Algo hay que hacer cuando un menor presenta conductas disruptivas recurrentes y trasgresoras de las normas y de los derechos de los demás. Surge entonces la idea de los centros de menores, que la LPJM prevé (art. 25.1). La ley exige que estén “sometidos a estándares internacionales y a control de calidad” pero también que los menores acudan allí cuando “así esté justificado por sus necesidades de protección y determinado por una valoración psicosocial especializada”.

Estos centros tienen la “finalidad proporcionar al menor un marco adecuado para su educación, la normalización de su conducta, su reintegración familiar cuando sea posible, y el libre y armónico desarrollo de su personalidad, en un contexto estructurado y con programas específicos en el marco de un proyecto educativo. Así pues, el ingreso del menor en estos centros y las medidas de seguridad que se apliquen en el mismo se utilizarán como último recurso y tendrán siempre carácter educativo” (art. 25.2).

Hablamos, una y otra vez, de EDUCACIÓN, no de mero castigo. El objetivo es, en una terminología clásica, lograr ciudadanos de bien, por ello se debe actuar siempre, como dije al principio, atendiendo al “interés superior del menor”. Para la interpretación y aplicación de este concepto la LPJM (art. 2.2) establece varios criterios generales:

a) La protección del derecho a la vida, supervivencia y desarrollo del menor y la satisfacción de sus necesidades, tanto materiales, físicas y educativas como emocionales y afectivas.

b) La consideración de los deseos, sentimientos y opiniones del menor, así como su derecho a participar progresivamente, en función de su edad, madurez, desarrollo y evolución personal, en el proceso de determinación de su interés superior.

c) La conveniencia de que su vida y desarrollo tenga lugar en un entorno familiar adecuado y libre de violencia.

d) La preservación de la identidad, cultura, religión, convicciones, orientación e identidad sexual o idioma del menor, así como la no discriminación, garantizando el desarrollo armónico de su personalidad.

Como le gusta repetir al filósofo José Antonio Marina, la educación es tarea “de toda la tribu”. Bien puede ser este el norte que sirva para orientarnos en el laberinto que suele suponer una normativa legal, normalmente abstrusa.

17 noviembre 2020

Menores y delincuencia

Agreden a un hombre que, finalmente, fallece en el hospital. Los vecinos se quejan de que, desde hace un tiempo, hay un grupo de menores delinquiendo en la localidad madrileña de Velilla de San Antonio.

Cada vez que surgen noticias de menores que cometen algún delito, de un modo u otro, surge un clamor sordo (o no tan sordo) sobre su impunidad. Pero ¿es verdad que los menores son impunes? ¿no puede hacer nada la justicia? ¿no pueden ir a la cárcel? ¿no hay medidas que se puedan tomar?

Veamos lo que dice la ley al respecto.

Un menor de edad también puede delinquir, esto es un hecho. El propio Código Penal (CP) así lo reconoce (art. 19), cosa distinta es que la responsabilidad correspondiente se exija de acuerdo con una ley penal especial: la Ley Orgánica Reguladora de Responsabilidad Penal de los Menores (LORPM).  Por otra parte, no es lo mismo que el delito lo cometa un niño de 7 años que un chaval de 16, de ahí que, para los menores de 14 años, se establece (art. 3 LORPM) que el fiscal remita “los particulares necesarios” a la autoridad protectora de menores para la aplicación de la LeyOrgánica de Protección Jurídica del Menor.

Dicho más resumido: sí existe responsabilidad de los menores. Dependiendo de si son niños (hasta 14 años) o “jóvenes” (desde los 14 hasta cumplir los 18) la ley aplicable es distinta, pero, en uno y otro caso, están previstas consecuencias legales.

La protección del menor merece atención especial y específica, así que dejaremos este tema para mejor ocasión y ahora vamos a centrarnos en la responsabilidad penal de los menores a partir de los 14 años.

Ya sabemos que no son impunes, es decir, que se les pueden aplicar medidas. El catálogo del art. 7 LORPM es bastante amplio. Entre otras, recoge las siguientes medidas:

1. Internamientos. Pueden ser en régimen cerrado, semiabierto y abierto. Es verdad que su cumplimiento no será en una cárcel (art. 54 LORPM), pero sí en un centro específico para menores infractores, que no deja de tener un carácter penitenciario.

2.  Permanencia de fin de semana. Lo que obliga al menor a permanecer, en un centro o en su domicilio, hasta 36 horas desde la tarde o noche del viernes hasta la noche del domingo.

 3. Libertad vigilada, con obligación, por ejemplo, de asistir a un centro docente o de someterse a programas formativos, laborales, etc. O la prohibición de acudir a determinados lugares o de ausentarse del lugar de residencia sin previa autorización, etc.

 4. Prohibición de aproximarse o comunicarse (ni siquiera por medios electrónicos) con las personas que se determinen.

 5. Convivencia con otra persona, familia o grupo educativo diferentes a los suyos durante un tiempo determinado.

 6.   Prestaciones en beneficio de la comunidad.

 7.   Tareas socio-educativas.

Como vemos, se trata de medidas análogas a las que pueden imponerse penalmente a los mayores de edad. Eso sí, en el caso de los menores (art. 39.1 LORPM) la sentencia establecerá las medidas

tomando en consideración las circunstancias y gravedad de los hechos, así como todos los datos debatidos sobre la personalidad, situación, necesidades y entorno familiar y social del menor, la edad de éste en el momento de dictar la sentencia, y la circunstancia de que el menor hubiera cometido o no con anterioridad otros hechos de la misma naturaleza, (…), con indicación expresa de su contenido, duración y objetivos a alcanzar …

Es importante, por tanto, tener claro cuál es el objetivo que se pretende con las medidas que se imponen y, un dato más, después el juez puede (art. 53 LORPM)

instar de la correspondiente entidad pública de protección o reforma de menores, una vez cumplida la medida impuesta, que se arbitren los mecanismos de protección del menor conforme a las normas del Código Civil, cuando el interés de aquél así lo requiera.

No olvidemos que, además -o más que- de imponer una sanción, de lo que se trata es de garantizar la efectiva reinserción y el superior interés del menor (exposición de motivos de la LORPM). En definitiva, de procurar evitar la delincuencia y buscar la paz social. Para comprenderlo un poco mejor, me permito sugerir la idea de visitar el blog del conocido juez de menores Emilio Calatayud o leer cualquiera de sus libros.

Quizás con ello podemos orientarnos un poco en el laberinto legal, que, como recuerdo siempre, suele resultar bastante abstruso.

 


12 noviembre 2020

Lenguas oficiales, lenguas vehiculares

La “ley Celaá” (todavía en fase de proyecto de ley) ha suscitado, entre otras polémicas, la de cuál ha de ser la “lengua vehicular” en la escuela. A estas alturas, el plurilingüismo en España debiera ser -en mi opinión- un tema superado, pero es recurrente que aparezca una y otra vez. En particular cada vez que se toca el sistema educativo, tan necesitado de un verdadero pacto de Estado.

¿Debe ser el castellano el idioma en que se imparta la enseñanza? ¿deben enseñarse las otras lenguas de España? ¿Tienen que tener una prioridad sobre las demás? ¿o deben tener todas la misma importancia?

Veamos qué dice la ley (la ley, el proyecto Celaá y, sobre todo, la Constitución y el Tribunal Constitucional).

La premisa ha de ser, naturalmente, la Constitución (art. 3) que establece con bastante claridad tres cosas:

1.   El castellano es la lengua oficial. Todos tenemos el deber de conocerla y el derecho a usarla.

2. Las demás lenguas de España también serán oficiales de acuerdo con los estatutos de las Comunidades Autónomas. 

3.   La variedad lingüística española es patrimonio cultural que debe ser objeto de especial protección y respeto.

El meollo de la cuestión creo que está más bien en aquello del deber de conocer y el derecho a usar el castellano. En realidad, a esta polémica ya estamos acostumbrados. En cuestiones lingüísticas, el recurso a poner la ley como excusa no es algo nuevo, pese a las soluciones legales que se han establecido.

Veamos como ejemplo la regulación prevista en los procedimientos judiciales: La LEC (art. 142) permite el uso de la lengua oficial de la Comunidad Autónoma si ninguna de las partes se opone alegando desconocimiento. Es más, las actuaciones judiciales seguidas en el idioma oficial de la autonomía tienen pleno valor sin necesidad de traducirse al castellano. Eso sí se traducirán cuando deban surtir efecto fuera de una Comunidad Autónoma que no tenga la misma lengua oficial. Obviamente, eso sí, está previsto que se use el castellano.

Es verdad que en la educación el tema es más complejo; incluso cuando valoramos que existan colegios bilingües (entendiendo como tales aquellos en que se impartan asignaturas en una lengua extranjera, normalmente inglés). La cuestión es si el castellano ha de constituir o no la “lengua vehicular”.

La LOE (D.A. 28ª) desde la conocida como “ley Wert” estableció que “el castellano es lengua vehicular de la enseñanza en todo el Estado y las lenguas cooficiales lo son también en las respectivas Comunidades Autónomas, de acuerdo con sus Estatutos y normativa aplicable.”.

Ahora, el "proyecto Celaá” lo que propone establecer es que “el castellano y las lenguas cooficiales tienen la consideración de lenguas vehiculares, de acuerdo con la normativa aplicable”.

Según la redacción aún vigente de la LOE “al finalizar la educación básica, todos los alumnos y alumnas deberán comprender y expresarse, de forma oral y por escrito, en la lengua castellana y, en su caso, en la lengua cooficial correspondiente.”

Con el “proyecto Celaá” el texto se cambia por “al finalizar la educación básica, todos los alumnos y alumnas deberán alcanzar el dominio pleno y equivalente en la lengua castellana y, en su caso, en la lengua cooficial correspondiente.”

Personalmente, creo que, a fin de cuentas, podemos resumir diciendo aquello de “mucho ruido y pocas nueces”. Se habla mucho, se polemiza mucho, cuando, en mi opinión, bastaría con atenerse a la doctrina expuesta en la STC 31/2010 (FJ 24), en aquella ocasión -también noticia en su momento- respecto al uso del catalán en las escuelas. El TC es claro al respecto:

“… nada impide que el Estatuto reconozca el derecho a recibir la enseñanza en catalán y que ésta sea lengua vehicular y de aprendizaje en todos los niveles de enseñanza. Pero nada permite, sin embargo, que el castellano no sea objeto de idéntico derecho ni disfrute, con la catalana, de la condición de lengua vehicular en la enseñanza.”

En resumidas cuentas, como afirma la Constitución, la riqueza lingüística española es un patrimonio cultural que merece respeto y protección.

Pero, ya se sabe, las cuestiones legales casi siempre resultan abstrusas y tenemos que conformarnos con tratar de orientarnos en el laberinto.

08 noviembre 2020

La desinformación

La información es poder, quien controle lo que sabemos nos controla a nosotros. Por eso el conocido aforismo dice que la mejor ley de prensa es la que no existe. Sin embargo, en pleno siglo XXI, nos parece más actual que nunca el Ministerio de la Verdad que describe Orwell en su novela “1984”. No es raro que percibamos una amenaza de manipulación por parte del Estado (o del Gobierno, cada uno que utilice el concepto que mejor le parezca).

Eso mismo es lo que ha ocurrido con la publicación en el BOE del “procedimiento de actuación contra la desinformación”. Se ha levantado toda una polvareda, augurando el riesgo de que se nos quiera imponer un Ministerio de la Verdad, que supondría conculcar el derecho constitucional a trasmitir y recibir información y a la libertad de expresión.

Pero ¿qué dice la ley? Mejor dicho: ¿qué dice la Constitución al respecto? 

Siempre que tratamos de derechos fundamentales y libertades públicas reconocidos en la Constitución (CE), debemos tener presente que el art. 10.2 CE impone que sean interpretados de acuerdo con la Declaración Universal de los Derechos Humanos (DUDH), así como con los tratados y acuerdos internacionales ratificados por España.

Por esta razón, además de la propia CE, debemos tener en cuenta la DUDH, el Convenio Europeo de Derechos Humanos (CEDH) y la Carta de los Derechos Fundamentales de la Unión Europea (CDFUE), que son, esencialmente, el marco legal de referencia.

Tanto la DUDH (art. 19), como la CDFUE (art. 11), no ofrecen lugar a dudas y podríamos decir que se limitan a proclamar solemnemente estos derechos y libertades:

a) Libertad de opinión y expresión, lo que incluye no ser molestado a causa de las opiniones.

b) El derecho de investigar, recibir y difundir informaciones y opiniones (o ideas). Por cualquier medio de expresión y sin limitación de fronteras.

La CDFUE establece, además, el respeto de libertad de los medios de comunicación y su pluralismo y que no puede haber injerencia de las autoridades públicas.

Habrá quien piense que seguro hay gato encerrado porque quien hizo la ley, hizo la trampa. Efectivamente, no todo queda así, tanto en la CEDH (Art. 10) como en la CE (art. 20) se establecen límites: ya se sabe que no hay partida sin contrapartida.

Quizás lo más chocante es la CEDH, según la cual el ejercicio de estos derechos “no impide que los Estados sometan a las empresas de radiodifusión, de cinematografía o de televisión a un régimen de autorización previa”. Aquí tenemos el primer escollo; sin embargo, no será necesario ahondar más, porque el mismo precepto establece que no puede haber injerencia de autoridades públicas, lo que excluye cesura de contenidos. Solo se está estableciendo la posibilidad (no es obligatorio) de que, pongamos por caso, un periódico o una cadena de televisión requieran una licencia o autorización (lo mismo ocurre, por ejemplo, para ejercer como médico o como abogado: es necesario cumplir determinados requisitos para estar autorizado).

La cuestión se vuelve más compleja cuando la propia CEDH (art. 10.2), que configura el ejercicio de estas libertades, señala que estas libertades “entrañan deberes y responsabilidades”, e indica que su ejercicio puede estar sometido a “ciertas formalidades, condiciones y restricciones o sanciones”. Dicho de otro modo: uno es responsable de cómo ejerce su libertad de opinión y expresión y su derecho a informar y ser informado, por lo que debe cumplir ciertos límites. La propia CEDH los esboza:

1. Tienen que estar previstos en la ley.

2. Constituir medidas necesarias.

3. En el ámbito de una sociedad democrática.

4. Afectar a:

a) la seguridad nacional,

b) la integridad territorial o la seguridad pública,

c) la defensa del orden y la prevención del delito,

d) la protección de la salud o de la moral,

e) la protección de la reputación o de los derechos ajenos,

f) para impedir la divulgación de informaciones confidenciales o

g) para garantizar la autoridad y la imparcialidad del poder judicial.

Como vemos, nuestro derecho a la información y nuestras libertades de opinión y expresión tienen unos cuantos límites a la hora de poder ejercerlos… Y estos límites vienen impuestos por uno de los convenios sobre Derechos Humanos más respetados y del que son parte prácticamente todos los Estados de Europa, incluidos los de la Unión Europea al completo.

Por cierto, parece ser que el “procedimiento de actuación contra la desinformación” aprobado por el Consejo de Seguridad Nacional del que hablábamos al principio tiene por objeto, precisamente, la seguridad nacional, con lo que podría encuadrarse en uno de los límites previstos en el art. 10.2 CEDH. Para no extendernos más de la cuenta, no examinaremos si se cumplen los demás requisitos (estar previsto en la ley y ser una medida necesaria en una sociedad democrática).

Creo que es mucho mejor conocer lo que dice al respecto la CE (art. 20)* . En mi opinión, nuestra Constitución clarifica el concepto cuando añade el adjetivo “veraz” para el derecho a la información. Si la información no es veraz no es información, sino manipulación o -sencillamente- mentira. De modo que el derecho a no ser manipulados y a que no nos mientan es la cara inversa y consubstancial del derecho a la información, son las dos caras de la misma moneda. Tienes derecho a que no te mientan y no ser manipulado y, al mismo tiempo, tienes derecho a tener información. Ambas cosas están vinculadas inseparablemente.

Puede aducirse aquello de que nada es verdad ni es mentira, todo depende del color del cristal con que se mira. Hay cosas que son objetivamente verdad (la nieve es blanca) pero si hace o no hace buen tiempo es algo que depende mucho de lo que entiendas por “buen tiempo”. Entramos aquí en el terreno de las opiniones y las ideas. Por ello lo importante son las garantías que la propia CE establece (art. 20, apartados 2, 4 y 5):

a. No puede existir censura previa que restrinja el ejercicio de estos derechos. Como decía antes, puede establecerse una licencia para una nueva cadena de TV, pero no cabe restringir qué informaciones (o qué ideas u opiniones) podrá emitir. Lo que sí puede existir es control posterior si se acredita que una información no es veraz.

b. Solamente por resolución judicial puede acordarse el secuestro de publicaciones, grabaciones y otros medios de información. Se requiere, por tanto, de un control judicial. El control gubernativo está vedado.

c. El límite está en los demás derechos fundamentales. La CE cita expresamente “el derecho al honor, a la intimidad, a la propia imagen y a la protección de la juventud y de la infancia”. Esto explica, por ejemplo, el conocido “horario infantil” que limita determinados contenidos a ciertas horas, así como que insultar a alguien no puede pretender ampararse en la libertad de expresión.

No debemos olvidar, por último, que como derechos fundamentales vinculan a todos los “poderes públicos” y que su ejercicio solamente puede regularse por ley que deberá respetar, “que en todo caso deberá respetar su contenido esencial” (art. 53.1 CE).  Asimismo, recordemos, como derechos reconocidos en el art. 20, la CE (art. 55.1) únicamente prevé que puedan ser suspendidos “cuando se acuerde la declaración del estado de excepción o de sitio”.

Ya sabemos que, como casi siempre ocurre en temas legales, todo resulta bastante abstruso y tenemos que conformarnos con intentar orientarnos en el laberinto...


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* El art. 20 CE reconoce también el derecho a la creación literaria, artística, científica y técnica, así como a la libertad de cátedra; se refiere, además, el secreto profesional y a la cláusula de conciencia, también a la regulación y control de los medios de comunicación públicos. Ahora únicamente nos referimos el derecho a la información y las libertades de opinión y comunicación.



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